domingo, 13 de noviembre de 2011

LA CASA AZUL.

Dijeron que la edad no tenía importancia, que daba lo mismo si eras o no mayor que yo. Que no había indicios del sitio donde nos enviarían, pero sí que lo haríamos juntos. Pese a todo, fuiste el primero en partir.


Los recuerdos tienen la suavidad de aquel blanco cubriendo el talón de nuestros pies o de nuestras posaderas al sentarnos, el azul que nos abrazaba y el amarillo anaranjado que nos protegía del frío. El canto de los colibríes, de los gorriones cada mañana, de aquel pájaro de pico alargado negro oscuro, los ojitos abiertos muy abiertos y el plumaje azul fluorescente de su cuerpo, el que nos advirtió que llegado el momento nos marcharíamos pero juntos.


El verde de las hojas de los árboles, aquellos especimenes de tronco ancho, que ni aunándonos con los demás niños podíamos abrazar. Las cortezas rugosas color café a veces claro. Agarrados al tronco mirando hacia lo alto, donde la vista se pierde sin divisar su copa. Trepar, frotando piernas y estómago por su piel, cubrirnos del olor a eucaliptos, aromos o el del peculiar ailanto.


Casas de tamaños reducidos, chimeneas en los techos de tejas, murallas azules, dos ventanas y entre medio la puerta, tan parecidas a los que dibujábamos. Con el pasto verde pegado al muro, algunos tréboles morados o rojizos de cuatro hojas. Al interior, camitas, velador por medio y mirando desde la cabecera a la ventana. Aquellas mujeres de cabellos rojizos, largos y encrespados, cubriéndoles hombros y parte del pecho, de pieles blancas marmoladas, de grandes ojos oscuros, encargadas de nuestras comidas, jugar con nosotros, acompañarnos a la casa y darnos el beso de las buenas noches.


Senderos de piedritas multicolores. Por el costado izquierdo, casitas iguales a la nuestra, por donde cada mañana salían otros como nosotros a pasear o jugar por los alrededores. Más allá las colinas verdes de árboles, las coloridas por las flores y el cerro amarillo de los girasoles, aquellos más altos que uno, que cada día a las seis de la tarde, colocados debajo de ellos, podías admirar el aparecer y desaparecer del sol y la sombra.


Nuestros cuerpos desnudos, de deslumbrante blancura, rollizos de brazos y piernas, dedos redondos, pies pequeños, yemas y talones tornasolados en rosa. Brazos aún cortos, así como las manos, hoyuelos en el comienzo de los dedos, piel tersa. Vientre abultado, obligo saliente. Codos y rodillas rugosas. Y en la zona de los omoplatos incipientes montículos en forma triangular, por surgir. Movernos con soltura junto a los otros infantes, deambulando por las laderas o colinas, subir a los árboles, de noche en casa a comer y descansar. Paseos al estrato nebuloso, corriendo de una a la otra, saltando sobre ellas o sentarse y contemplar a los que están por partir.


Cada que eso ocurría, los cúmulos airosos tornaban a diluirse, mojando nuestras cabezas o el piso, a veces también golpeándonos con sus formas duras y transparentes. El suelo de tierra o pasto desplazándose de un lado al otro, algunas plantas no resistían el vaivén y morían, los árboles de raíces profundas soportaban el remesón pese a la perdida de hojas o frutos. Los pajaritos anidados sobre ellos partían despavoridos. Nosotros asidos a las piernas de las mujeres o de algún árbol a penas nos sosteníamos. A lo lejos el sonido de trompetas rugiendo acordes suaves y en aumento. De pronto la calma, cada quien a sus quehaceres, hasta constatar que alguno de nosotros se había marchado.




La madrugada del 24 de noviembre de 1958 te marchaste para nacer y ser criado por tus padres. Once años después sería mi turno, en el mismo continente pero desde el extremo sur. Fue en la casa de calle Bruselas número 150 que nos reencontramos. Habían transcurrido a lo menos diez y siete años desde tu partida. Cuando cruzaste el umbral de la puerta, el sol hacía las veces de aureola, encegueciendo la vista, sin embargo distinguí que no estabas desnudo, pero mantenías algunos rasgos en el rostro, el cabello negro y tieso y la piel tostada. Llevabas por nombre Antonio, universitario, estabas en mi casa porque eras amigo de tu profesor, mi padre. Sin dejar de mirarnos, caminaste hasta mí, ahora Eloisa, once años, cursando el quinto año de primaria. Nos abrazamos.

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