martes, 27 de marzo de 2012

En pareja.



Julio y Sara se conocieron en Alameda con San Antonio, coincidieron en la compra de un cepillo plástico color rojo, para rascarse la espalda. Las cuatro manos se fueron sobre el mismo objeto, Julio levantó la mirada y posó la vista en los ojos de Sara, quien le sonrió, él devolvió el saludo y le cedió la propiedad del cepillo. Después un café de carrito en el mismo lugar, conversar de los beneficios del cepillo en cuestión y lo edificante del rascado de espalda.

Siguieron viéndose, él la invitaba a tomarse un café todas las mañanas en diversos lugares de Santiago como el Paseo Ahumada o alguna plaza que tuviera bancas a la sombra. En esos primeros tiempos, a Sara le gustaba conversar y contarle historias a Julio, historias de su vida pasada, de antes, de las cosas que le gustaban, sus sueños, mientras Julio la escuchaba mirándola fijamente, con el tiempo los roles cambiarían. Julio le pediría pololeo y ella, irse a vivir juntos.

Él un hombre de aproximadamente 50 o 55 años, metro 80, fornido pero no gordo, pelo corto y encanecido.  Chaqueta en tono arena, blusas en colores contrastantes azul, negro o chocolate, pantalón de sastre, zapatos imitación cuero en negro, pañuelo de seda al cuello. Voz ronca, tono suave, gentil. Bueno para conversar, exponer sus ideas, puntos de vista.
Sara, estatura mediana, edad indescifrable quizás 40 o 50 años, hombros angostos, contextura menuda. Cabello café claro encaneciéndose, melena crespa hasta los hombros, chasquillas desordenadas en la frente. Abrigo café oscuro largo, de botones forrados en cuero, bolsillos a los costados, solapas de piel aterciopelada en el mismo tono. Vestido largo debajo de las rodillas, en color blanco, beige o palo de rosa. Blusa manga larga, bolsa de plástico de las grandes tiendas en la mano derecha, pañuelo a la cabeza combinando el tono del vestido.

Con Julio nos conocimos porque éramos asiduos a la Plaza de Armas a jugar ajedrez, un par de veces nos tocó competir. En las veces que fuimos observadores, conversamos de todo un poco, compartimos el cigarro, las hojas del diario hasta hacernos amigos. El único tope era cuando divagábamos sobre las vidas propias, si bien ninguno tenía interés de hablar del pasado, Julio a través de respuestas divagatorias e irse por otros temas, terminaba cerrando la conversación. Lo mismo ocurría con su mujer, Sara, a quien la conocí a través de él, cuando llevaban 6 años emparejados. Extremadamente callada, más que conversar solía afirmar con la cabeza cuando Julio le consultaba algo, de voz suave, pronunciando cada palabra, jamás un garabato y con una voz infantil, que sumado a sus modos femeninos, le daban un toque gracioso y especial.

Nos solíamos encontrar durante la semana también, como a eso de las 10 de la mañana, cuando coincidimos en la Plaza de Miraflores para tomarnos el café, ellos decían venir de sus trabajos, oficios que todavía hoy son un misterio, ya que salían a la calle a las siete. Los martes, jueves y sábados caminábamos hasta la catedral, donde Sara iba a misa, nosotros permanecemos fuera fumándonos un cigarro o leyendo el diario. Y de ahí, Julio y yo nos entregamos al ajedrez. Mientras nosotros jugamos, Sara pasaba un rato junto a nosotros observando nuestro juego, ya que Julio decía que ella podría llegar a ser una gran jugadora:
- Tiene una capacidad de concentración y observación que estoy seguro que con práctica podría llegar a ser Botvinnik

Pero después de un buen rato parada, se aburría y partía con su bolsita plástica en mano, a sentarse en el borde de la palmera más antigua de la plaza, a mirar a la gente que pasaba, jugar con los perritos vagabundos o darles pancito a las palomas. Más de una vez tuvimos que ir en su ayuda, cuando algún fanático religioso la atrapaba como victima o alguno de los loquitos que dan sus vueltas por el lugar, pero Sara con su voz suave así como sus modos, no era quien pedía ayuda, sino más bien el ungimiento de Julio por defenderla.
El resto de la semana solíamos coincidir en algún evento cultural de la Biblioteca Nacional o bien a la hora del almuerzo donde Las Viejas en La Vega central.

Las veces que compartimos algún lanzamiento de libro, exposición de pintura o bien seminarios de temas varios, la pareja llegaba muy puntual, acomodándose en los asientos cercanos a la puerta y al finalizar el acto, eran los primeros en llegar al coctel. Sara se encargaba de la observación de los meseros, descubrir donde estaba instalado para ir a ponerse lo más cerca posible, Julio capeaba las copas en  busca de bebida diet para ella y un vino tinto para sí. Y Sara detenía las bandejas de canapés. No eran del público que comparte  la velada conversando con el resto de la concurrencia y eso que éramos del grupo reducido que acude a los mismos eventos y terminan conociéndose bastante bien unos a otros. Siempre muy juntos, a lo más él comentaba algo con alguien, ella en cambio, buscaba comida para después.
También era frecuente pasar por el forestal y verlos sentados en las bancas cerca de la escultura de Ariel al poeta Rubén Darío, pasaban horas ahí leyendo el diario, ella algún libro, haciendo pic nic improvisados o durmiendo la siesta.

En los años que compartíamos alojamiento en el Hogar de Cristo, en la noche de vuelta a casa, solíamos reunirnos a las 9 en algun punto de la ciudad y caminar hasta allá, a esa hora la ciudad cobra otros colores y los personajes más diversos salen a pasear, entre ellos nosotros. El trayecto hasta el Hogar de Cristo, era bastante largo, pero el peregrinar por la ciudad, que nos fue dando la vida, nos permitía caminar largas extensiones de la ciudad.
En aquellos tiempos en el Hogar de Cristo, los encargados del lugar, le otorgaron a Julio y Sara, el beneficio “matrimonial”, de acomodar sus colchones uno pegado al otro, en un rincón alejado del resto de la gente y que con un juego de sábanas martilladas en la pared formando una “l” pudieron armar un privado, con los años, tal distinción sería traspasada por la misma pareja hacia otras parejas que llegaban al lugar.  

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