miércoles, 5 de octubre de 2011

Del tintero.

La venganza.
Todo comenzó con una cagadera colectiva. Por suerte que la casa de Johnny Shats era grande y contaba con tres baños, pero los compañeros de curso éramos 8 y los retorcijones no daban tregua, menos para hacer cola. Así fue como algunos perdieron la dignidad en el borde de la piscina, otros sentados en los sillones del living o camino a alguna parte.


Después vendrían los escalofríos, que no cesaban ni con agüitas de yerbas, menos con guatero en el estómago, así como el coro de lamentos. Me arrastré nuevamente al baño, creo que fui de los pocos que pudo hacerlo, estaba cómodamente sentada en el WC cuando Manero abrió la puerta bruscamente, grité:
- Ocupado!
Fuera quien fuera, la situación no daba para compañías. Pero Manero hizo caso omiso y entró. Me llamó la atención que no se tocara el estómago como todos nosotros y que tuviera la piel en el tono habitual y no pálido y sudoroso como el resto. El asunto es que no pude privarlo de los ruidos estomacales propios de la situación, menos de los aromas que emanaban de la taza del baño. Manero inmóvil frente a mí, apoyado en el lavamanos, con los brazos cruzados sobre el pecho, me miraba fijamente.
- ¿Y a qué debo el honor de tu visita?
- Quería constatar que la estuvieras pasando mal.
- Qué amabilidad, gracias, pues sí, la estoy pasando pésimo.
- Me alegro.
- Qué mala onda Manero ¿Qué te pasa?
- Quería matarte sólo a ti, pero las cosas se dieron distintas.
- ¿Matarme?
Esta palabra salió de mi boca junto al estremecimiento, el sudor frío por los dolores y un chorro de diarrea.
- ¿A que te refieres con matarme?
- A eso, matarte, eliminarte.
No podía levantarme del WC y el rostro inquisidor de Manero comenzaba a asustarme, él que siempre fue tan sereno, cordial, sobre todo conmigo, su querida amiga del alma. Y ahora, estas palabras.
- Después de la diarrea, comenzarán a sentir malestares espantosos jamás soñados, van a quemarse por dentro. No hay nada que hacer, la preparación era sólo para ti, pero al tarado del Claudio Soto se le ocurrió tomarse tu vaso de ponche y no tuve más remedio que matarlos a todos.
Salió del baño. No pude seguirlo porque sus amenazas continuaban haciendo efecto. Abrí la puerta y comencé a gritar ayuda, desde el WC alcanzaba a ver a mis restantes compañeros, desde los sillones o tirados en el suelo, retorciéndose.


Las indicaciones de Manero comenzaron a tener sentido aunque –para mí-, la diferencia entre el ardor y la molestia estomacal, no se diferenciaban tan claramente, porque era tan doloroso e indigno todo y ahora además, saber lo que nos ocurriría. Sin embargo, no lograba entender los motivos de estos hechos.


En la medida que iba perdiendo el sentido, pasé revista a esta noche memorable, en la que festejábamos, los veinte años de haber salido del colegio. Reunirnos cada uno con sus historias, vidas armadas, deshechas, profesiones, logros, algunos con hijos, los más sin ellos. La cita había sido para los del A y el B del colegio, pero a la hora de los quiubos, solamente se dio cita el B, mis compañeros de curso, de los cuales, sólo llegamos ocho, entre ellos, mí querido Manero.


Entre retortijón y estremecimiento, rememoré los viejos tiempos vividos juntos, aquellos en los que compartíamos el placer por comer helado de chocolate en invierno, salir a caminar en las tardes, observando la arquitectura de las casas, compitiendo por quien sabía más de árboles, sus nombres y características. Escaparnos los fines de semana a la casa de mis abuelos en la playa o al Cajón del Maipo, donde sus tíos.
Desde que nos conocimos en 1º medio hicimos amistad. Él formaba parte del inmobiliario de la escuela, a diferencia mía que venía recién entrando. Decía que yo era la mujer más rara que había conocido y él era para mí, el más singular de los de su especie. En el colegio, los ramos humanistas eran lo mío, los científicos, su especialidad, me tocaba hacer los trabajos escritos y él trataba de enseñarme matemáticas, pese a terminar inventando maneras para poder copiarle y pasar de curso.


De mis compañeros, él era el más tímido. Lo del apodo, surgió cuando se estrenó Grease-Brillantina, decían que era idéntico a John Travolta y nunca más lo llamaron por su nombre de pila sino Manero, que a diferencia del actor, estaba lejos de ser el alma de las fiestas, más bien pertenecía al club de los inteligentes, los que gastaban horas hablando de fórmulas, inventos y novedades técnicas. Eran finales de los 80 y la modernidad tecnológica no había llegado del todo al país, sin embargo él fue el primero en tener un equipo de CD y si bien no se le movían las rodillas, menos los tobillos, se convirtió en el DJ de todas las fiestas del colegio.


A mis abuelos, y qué decir a mis papás, les encantaba, aunque mi papá siempre decía:
- A este chiquillo no hay que perderlo de vista, porque vive colgado de las faldas de Susana.
Decía que no era normal, porque ya estábamos grandes y él debía sacar voz y personalidad propia y no depender de la mía que era convenientemente extrovertida. Esta conversación siempre era motivo de discusión, porque si bien sentía que tenía algo de razón, también sabía cuanto le costaba relacionarse con la gente. Y finalmente porque estaba enamorada de Manero, era la persona con la que pasaba más tiempo, con quien compartía todo, podíamos pasar horas y horas en silencio, en el más absoluto silencio, quizás mirándonos.


Nos dejamos de ver años después de salir de la Universidad. Él había estudiado geografía y yo literatura, ambos en la Chile. En campus distintos, pero seguíamos viéndonos, de hecho éramos pololos.
Al egreso de la universidad, él quería irse al sur, complementar la geografía con lo que en su naturaleza visionaria, le indicaba era lo mejor: una empresa de ecoturismo, la que armó junto a un amigo y que les sobrevive hasta la fecha.
Yo lo visitaba en los veranos, paseábamos por Las Torres del Paine, la Patagonia, la pasábamos genial, pero la sola idea de enterrarme entre montañas y nieve por todo el año lo encontraba cero atractivo. Por mi parte, estaba escribiendo, durante la carrera había hecho ayudantías y al egresar postulé a concurso público y quedé dando clases en Literatura. A la distancia, aguantamos tres años, él venía a Santiago en los veranos o yo viajaba para allí.


En uno de esos veranos, planeamos que yo viajara para allá, pero apareció en Santiago sin aviso. Ese año en la capital hizo un calor insoportable, la casa de mis abuelos ya no existía y el Cajón del Maipo era lo mismo que la ciudad, sólo que en versión encajonados entre cerros. Le sugerí que nos fuéramos a Valparaíso, a visitar a un compañero de colegio que tenía una residencial, pero nada le venía bien. Todas mis ideas eran motivo de peleas, se encolerizaba de nada, gritaba. Estúpidamente caímos en una discusión, dijo alguna palabrota en la que yo era la protagonista y le di una cachetada, me la devolvió, yo también, de vuelta, otra por mi mano, por la suya. Le grité:
- ¡Córtala, estúpido! ¿Qué te pasa?
- Voy a tener una guagua.
- ¿Qué?




Contó que había conocido a una chica que trabajaba con ellos, que era como la secretaria. La típica del que no quiere asumir sus propias responsabilidades excusó:
- Me tendió una trampa, yo no la quiero, pero el embarazo ya no se puede interrumpir.
- Pero no tienes que casarte, ¿verdad?
- No lo sé
- Ó sea, si no la quieres, pobre guagua viviendo con unos papás por accidente.
En su esencia insegura no sabía bien qué decisión tomar. Opté por no interferir. Reiteró varias veces que me amaba, que esto había sido un error, que lo ayudara.
- ¿Cómo te ayudo?
Terminamos separándonos. El partió al sur y yo me quedé en Santiago.


Logré arrastrarme del WC, hasta el pasillo cerca del living. Tirada en el suelo, con las piernas flectadas hacia el estómago y los brazos rodeándolos, levanté la vista, mis compañeros estaban en las mismas condiciones. Manero caminaba por entre los cuerpos. Se acercó a mí.
- ¿Qué te hice?
- Debiste quedarte conmigo.
- ¿Cuándo debí quedarme contigo?
- Siempre.


Tenía su rostro pegado al mío y, sin embargo, nubarrones blancos y grises impedían la nitidez. De costado en el suelo, el piso se movía, mi cabeza sin desplazarse giraba y giraba, al abrir los ojos luces amarillas destellaban. Algo líquido salía por mi entrepierna. Vomité sobre mis rodillas, el estómago se estremecía, sentía un baile de tripas y órganos, gorgojos internos, gases externos. Solté mis piernas, me tendí sobre la alfombra de espaldas, con los brazos estirados en cruz. Manero, de pie, me observaba.
Traté de preguntarle por qué hacía esto, las palabras ya no salían. Los pensamientos me llevaban hacia atrás en el tiempo, vi a mis abuelos, a mi papá, comprendí que estaba muriendo. Las imágenes viajaron hasta aquella tarde en que recibí carta suya contando del hijo, que el parto había sido una pesadilla, que la mujer casi muere, que la guagua fue hombre, que había nacido sin brazos.
- ¿Tendría que haberme quedado contigo, la mujer y la guagua? - alcancé a decir.
- Conmigo simplemente.

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